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lunes, 22 de diciembre de 2025

NADIE PUEDE DECIRTE QUÉ ES LO MEJOR

NADIE PUEDE DECIRTE QUÉ ES LO MEJOR 

Por Diego Centurión.

El otro día un amigo me preguntó ¿estás preparando lo mejor del año? ¿El mejor disco, el mejor tema, la mejor banda nueva, el mejor regreso? Contesté: No. 
Y desde ahí me puse a pensar sobre estas listas que tanto abundan por estos tiempos…

¿Por qué no hacemos listas como “el mejor disco del año”, “la mejor canción del año” o “la recomendación del año”?

Vivimos en una época en la que la comunicación dejó de ser un puente para convertirse, muchas veces, en un arma. Un dispositivo que modela gustos, orienta pensamientos y, en un nivel más profundo, condiciona la forma en que habitamos el mundo. La globalización nos dio acceso inmediato a lo que sucede del otro lado del planeta, a sonidos, imágenes y relatos que antes parecían inalcanzables. Pero en ese mismo gesto también diluyó los límites: hoy la realidad y su simulacro se confunden, se superponen, se manipulan.

Frente a ese escenario, toda información debería despertar una sospecha básica: ¿qué intentan decirme?, ¿qué buscan que piense?, ¿qué desean venderme?, ¿qué gustos pretenden instalarme como propios?

Hacia el final de cada año, esa sospecha se vuelve casi obligatoria. Proliferan las listas: “los mejores discos”, “las mejores canciones”, “las mejores bandas”, “los mejores shows”. Rankings que se presentan como verdades reveladas. Y la pregunta es inevitable: ¿quién se arroga la autoridad para decidir qué es lo mejor y qué queda relegado al olvido?

Los hilos de quienes mueven las marionetas ya no se esconden. Se ven. Se intuyen. Se repiten. Por eso cuesta creer en la existencia de un “mejor” universal, cuando la experiencia artística es, por definición, íntima e irrepetible. Nadie puede decirnos mejor que nosotros mismos qué obra nos atravesó, qué canción nos acompañó, qué disco nos sostuvo o nos quebró en determinado momento de la vida.

Lo que para uno es revelación, para otro puede ser indiferencia. Los gustos no obedecen a una escala objetiva: responden a historias personales, estados de ánimo, recuerdos, heridas y celebraciones. Cada sensibilidad es única, aunque a veces coincida con otras. Esas coincidencias —las que alguna vez dieron origen a comunidades— hoy parecen diluirse en una marea de individuos que caminan como zombis digitales, replicando estereotipos, consumiendo lo que se les indica, confundiendo elección con imposición.

Decir “lo mejor de…” no es un gesto inocente. Es una forma de reducir el campo de lo posible, de estrechar la experiencia del lector, de sugerir que existe una sola verdad y que alguien —quien escribe— tiene la potestad de enunciarla. Pero el arte no funciona así. El arte no se mide, no se ordena, no se jerarquiza sin perder algo esencial en el camino.

Sólo quien está frente a una canción, un disco o un artista puede decidir qué le sucede con eso. Sólo ahí ocurre lo verdadero. Todo lo demás es ruido, mercado, narrativa de autoridad.

Por eso no hacemos listas. No dictamos veredictos. No elegimos “lo mejor del año”. Nuestros resúmenes hablan de números, no de gustos. No queremos condicionar sensibilidades ni bajar línea. Preferimos dejar ese lugar vacío para que cada quien lo llene con lo que realmente le pertenece: su propia experiencia.

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